Tenemos que hablar de la caligrafía de Liz Capote
Siento simpatía por los escritores y artistas que se repiten. La repetición pule la forma, y quizás las formas más perfectas estén destinadas a conseguirse a través de la sustracción y no de la suma. Es decir, creo que el estilo de los mejores escritores y artistas se consigue descartando lo que no se quiere hacer hasta que queden un par de formas e ideas elementales con los que se pueda convivir. Eso es básicamente, sospecho, lo que sucede con los dibujos de Liz Capote, y me he propuesto escribir estas líneas para continuar una discusión que tuve con una amiga al respecto. Naturalmente, los mejores argumentos nos suelen venir a la cabeza después que la discusión ya ha terminado. Escribo para estar en paz con mi consciencia.
A diferencia de la mayoría de los escritores y artistas jóvenes, que no han terminado de explotar un hallazgo y ya se precipitan a metas todavía más ambiciosas, a veces insensatas, Liz Capote ha dedicado varios años a sus “palíndromos”, sinuosos y minimalistas, hasta convertirlos en su forma más perfecta. No hay prisa para ella, de momento esos seres son los únicos con los que la convivencia puede hacerse tolerable, y ahí los deja. No es un facilismo: es una manera de elegante honestidad.
Los palíndromos de Liz Capote, esas habitaciones con plantas ondulantes y personas quebradas en varios planos, tienen una poderosa coherencia interna, que hace que la serie completa esté contenida en cada una de sus partes: ha estado dibujando un único trabajo, cuya existencia solo puede manifestarse a través de las piezas separadas, como el aire solo se manifiesta a través del movimiento de objetos separados que no son el aire. Los dibujos de Liz Capote, hechos con los materiales que usaría un niño y con las líneas indecisas de un niño, parecen las secuelas de una pesadilla, desprovistas de todo el horror de la pesadilla. Si me pidieran que resumiera su estilo diría que es como si un niño hubiera tenido una pesadilla de adulto (esos dibujos no pertenecen a la imaginación de un niño) y se hubiera despertado y se hubiera pasado varios años intentando retratar lo que vio en aquella habitación con piso de ajedrez.
Los dibujos obsesivos de alfombras en el suelo y de figuras femeninas que sangran llegan a ser una variante de caligrafía. Esa es la metáfora sobre la que descansan estas líneas: el estilo como caligrafía.
No hay dos caligrafías iguales, cada ser humano ha llegado a la suya gracias a la repetición. De niños nos obligan a copiar formas arquetípicas de cada letra, y con el paso de los años nuestros gestos, los movimientos de nuestras manos, se van volviendo automáticos e instintivos, y las letras buscan su forma final, una forma que no vemos pero a la cual nos aproximamos en cada acto de escritura. Eso es, señores, exactamente lo que sucede con la poesía, la ilustración y la música.
Hay artistas jóvenes que quieren rebelarse enérgicamente contra su propia caligrafía. Ahí los vemos, torpes y confundidos, tratando de desaprender su escritura, antes de haberla dominado o satisfecho siquiera. Hacer algo bien a temprana edad y repetirse sin apuros por varios años me parece, en realidad, un acto de profunda madurez. Buscar un sello propio en un tiempo en el que se busca visibilidad a toda costa (y la visibilidad se logra haciendo una monería nueva cada viernes) es remarcable. Si ya no hay nada nuevo en el mundo, lo auténtico es solo lo que persiste.