
La Habana como ciudad narcisista
Una de cada tres películas cubanas del nuevo milenio lleva la palabra Habana en el título. Hay títulos de sonoridad turística: Suite Habana (2003); Habana Blues (2005); Club Habana (2011); Siete días en La Habana (2012); Últimos días en La Habana (2016). Títulos que ubican en tiempo y espacio: Más vampiros en La Habana (2003); Boccaccerías habaneras (2014); Havana Darkness (2018). Títulos monárquicos: Un rey en La Habana (2005); El rey de La Habana (2015). Títulos forzados y poco imaginativos: Malabana (2005); Habana Eva (2010); Habanastation (2011). Habana selfies (2019), película que todavía no he visto, es solo el último eslabón de un fenómeno del que no suele hablarse demasiado y que no se restringe al cine. Hay mil bares y restaurantes en La Habana que llevan la palabra Habana en sus nombres. Mil proyectos culturales y comunitarios. La Habana se mira a sí misma todo el tiempo, ya no solo por cuestiones comerciales (se sabe, una película cubana con La Habana en el título atrae a más espectadores españoles o canadienses). A costa de repetición ha encontrado un placer en hacerlo. En ese sentido la campaña por los 500 años de su fundación fue totalmente acertada: expresaba abiertamente una patología cultural.

El narcisismo entre los seres humanos suele funcionar como una estrategia desesperada de la autoestima. Nos obsesionamos con nosotros mismos para evitar pensar en nosotros mismos. Una flor repetida cien veces en una cortina deja de ser una flor y se convierte en un motivo, en un ruido de fondo. Nuestras obsesiones se convierten en ruidos de fondo, esa es la razón de su inmovilidad. Nosotros también podemos convertirnos en el ruido de fondo de nosotros mismos. La Habana es su propio decorado. Se complace en no significar nada. No significar nada es su forma de protegerse. La repetición de imágenes habaneras por un tiempo breve funciona como una propaganda para el español o el canadiense. La repetición de esas mismas imágenes para los habaneros, durante toda la vida (en videos musicales, en pancartas, en portadas de libros), funciona como un cuarto de espejos.
De algún modo, cada proyecto que incluye a La Habana en su nombre niega a los otros que también lo hacen. Ejemplo, una barbería que se llame Barbas Habana se postula como la barbería local. Como si se tratara de una urbe de juguete, en la cual cada negocio tuviera que repetirse a sí mismo la ficción de pertenecer a una ciudad. O el Batman de la serie televisiva de los sesenta, que tenía un Batiperro, una Baticueva y un Baticarro. Tras la progresiva apertura a la propiedad privada que ha experimentado la ciudad, el universo de imágenes de mártires (que da nombre a estaciones, clínicas, repartos) no pudo encontrar otro reemplazo que la realidad más inmediata. El narcisismo habanero demuestra, ante todo, una inocencia iconográfica, pero puede llegar a convertirse con el paso del tiempo en una pobreza cultural. No solo reafirma la vieja y detestable convicción de que Cuba es La Habana (el resto de la Isla es invisible), también crea otra nueva, igual de detestable: La Habana es solo una foto panorámica.
No hay espacio en ella para lo particular, cada cosa es general. Un hermoso carro descapotable de los años cincuenta son todos los hermosos carros descapotables de los años cincuenta de La Habana. Un balcón en ruinas son todos los balcones en ruinas de La Habana. Cualquier detalle quiere pertenecer al cuadro más grande. Todas las historias quieren pertenecer a una fábula general. Nada sirve si no se aplica y se subordina al conjunto. Es una forma infalible de hacer a la ciudad más tonta y más pequeña.