Tres poemas para recordar a Retamar
La muerte de Roberto Fernández Retamar significa la pérdida de uno de los intelectuales más importantes de Cuba y el continente. A sus 89 años, el doctor en Filosofía y Letras, Presidente de Casa de las Américas, Premio Nacional de Literatura (1989) y Miembro de la Academia Cubana de la Lengua contaba con una trayectoria ensayística y poética cuyo legado en el devenir cultural del país es incalculable.
Aunque siempre escribió desde una posición vanguardista apegada a la izquierda latinoamericana, su obra es tan extensa y variada que sería imposible encasillarla. Por un lado, estaba ese defensor de la identidad latinoamericana, de la soberanía de sus pueblos y las raíces de su cultura, postura que se manifestó en escritos como Calibán (1971), considerado hoy uno de los ensayos en lengua española más importantes del siglo XX.
Por otro lado, estaba el poeta que desde un lenguaje directo intentó incluir en la lírica cubana la realidad de su contexto, de sus gentes, convirtiendo en objeto de su obra a la sociedad, al individuo, a la cotidianidad, lo que lo llevó a ser considerado como uno de los exponentes del coloquialismo latinoamericano.
Aquí dejamos tres de sus poemas más reconocidos:
El Otro
Nosotros, los sobrevivientes,
¿A quiénes debemos la sobrevida?
¡Quién se murió por mí en la ergástula,
quién recibió la bala mía,
la para mí, en su corazón?
¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,
sus huesos quedando en los míos,
los ojos que le arrancaron, viendo
por la mirada de mi cara,
y la mano que no es su mano,
que no es ya tampoco la mía,
escribiendo palabras rotas
donde él no está, en la sobrevida?
Felices los normales
Felices los normales, esos seres extraños.
Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,
Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,
Los que no han sido calcinados por un amor devorante,
Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más,
Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,
Los satisfechos, los gordos, los lindos,
Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,
Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,
Los flautistas acompañados por ratones,
Los vendedores y sus compradores,
Los caballeros ligeramente sobrehumanos,
Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,
Los delicados, los sensatos, los finos,
Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.
Felices las aves, el estiércol, las piedras.
Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,
Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan
Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos
Que sus padres y más delincuentes que sus hijos
Y más devorados por amores calcinantes.
Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.
Un hombre y una mujer
Si un hombre y una mujer atraviesan calles que nadie ve
sino ellos,
calles populares que van a dar al atardecer, al aire,
con un fondo de paisaje nuevo y antiguo más parecido
a una música que a un paisaje;
si un hombre y una mujer hacen salir árboles a su paso,
y dejan encendidas las paredes,
y hacen volver las caras como atraídas por un toque de
trompeta
o por un desfile multicolor de saltimbanquis;
si cuando un hombre y una mujer atraviesan se detiene
la conversación del barrio,
se refrenan los sillones sobre la acera, caen los llaveros
de las esquinas,
las respiraciones fatigadas se hacen suspiros:
¿es que el amor cruza tan pocas veces que verlo es motivo
de extrañeza, de sobresalto, de asombro, de nostalgia,
como oír hablar un idioma que acaso alguna vez se ha
sabido
y del que apenas quedan en las bocas
murmullos y ruinas de murmullos?