
Review: «Oficio de Isla», de Osvaldo Doimeadiós
El muelle del puerto de La Habana es ese lugar de mi infancia donde solía corretear cada vez que mis abuelos me llevaban. Cuando supe que una puesta teatral lo estaría tomando como sede quedé desconcertada. No por la obra en sí, -debía estar buenísima, tenía la dirección de Osvaldo Doimeadiós, y partía de un texto de Arturo Soto (Tengo una hija en Harvard)-, sino porque mi conocimiento del espacio hacía que tratara de imaginar cómo un muelle se podía transformar en sala de teatro.

Fui a saciar la curiosidad. Todo se encontraba como mismo lo habían dejado mis abuelos. Un muelle con muy poca actividad portuaria (o nula); la misma mesa vieja con el guardia de seguridad de turno; las rejas gigantes, las dos torres de tejas rojas atravesadas por una línea de ferrocarril antiquísima junto a la vista a los diques y barcos que no se distinguen desde la avenida.
En la ventanilla donde recibían su salario los trabajadores portuarios ahora vendían los boletos de Oficio de Isla. Como si fuéramos a abordar la lanchita de Regla (bien apretados y dando pasos muy cortos), emprendimos un camino dirigido al borde de la bahía, a unos cien metros de la entrada. Al no alcanzar programa impreso, asumí que el ingreso “a lo cubano”, con empujoncitos y forcejeos, era parte del concepto de la obra.
Todos filosofaban acerca de los posibles significados del título de la pieza que empezábamos a vivir, debatiendo hasta de la etimología de la palabra oficio (del latín opificium, de opus, que significa obra y facere traducida en hacer). A la entrada de la nave, una bailarina danzaba con el sonido de las gaitas de la Sociedad Artística Gallega. Seguimos sus movimientos y nos ubicamos en gradas dispuestas frente a frente. En el espacio limitado por las instalaciones del artista plástico Guillermo Malberti tendría lugar la acción escénica, que para mí arrancó desde la entrada. Sorpresivamente irrumpieron las notas del Himno de Bayamo, interpretadas por la Banda Municipal de Rancho Boyeros, quienes permanecieron en escena toda la obra, haciendo la música en vivo e incluso interactuando con el elenco: Rebeca Rodríguez, Daliana B. González, Amaury Millán, Jonathan Navarro, Ray Cruz, Carlos A. Busto, el propio Arturo Soto, Osvaldo Doimeadiós y otros.

De ahí en adelante, cada parlamento y acción ejecutada por los artistas tocaron los corazones del público. Todos reían, se emocionaban, se ponían las manos en la cabeza o asentían constantemente. La premisa resultaba poderosa: la cotidianidad de una familia cubana se rompe con la invitación a participar en el viaje a una maestra a punto de casarse. La historia se sentía tan contemporánea que nos olvidaba que se basaba en un suceso ocurrido en 1900: aquel curso de verano en Harvard al que fueron 1273 maestros cubanos.
Justo cuando creíamos que era la hora del final salieron todos los actores a escena cantando “En el claro de la luna”, de Silvio Rodríguez. “Sueña lo que hago y no digo/Sueña en plena libertad/Sueña que hay días en que vivo/Sueña lo que hay que callar”, retumbaba en el muelle. La ovación era segura. Pero la obra no había concluido, tuvimos que retomar el camino hacia la salida, allá donde la vida no se había detenido, donde está el resto de los cubanos con profundo oficio de isla. Más no puedo contar del desenlace de la historia. Hay que verla, disfrutarla a plenitud. Oficio de Isla se presenta del 9 al 12 de marzo en la sala Tito Junco del Bertolt Brecht, a las nueve de la noche.
