Guía para ser hipócrita el catorce de febrero
Una vez le envié un mensaje dos semanas post ruptura a un ex solo para aclarar: “no sé jugar ajedrez”. Pensé que si le resolvía ese misterio él mismo podría concluir que besé a otro. Todas mis relaciones han sido piezas divertidas. A pesar de lo miserable de cada situación puedo recordarlas aliviada. Es nostálgico y saludable. Ha sido duro desplazar los playlist heredados, variar la ruta del café más barato, conservar para mí el mejor chiste del mundo (un chiste interno), volver sobre la misma serie de televisión sin terminar un poco estropeada y gorda. Abandonar la causa. Borrar los nudes.
Ahora tengo otra naturaleza, pero antes buscaba el conflicto. Caminar hacia un desconocido, hacer una pirueta. Aprendía detalles inquietantes de un equipo de fútbol y los comentaba al teléfono borracha desde un baño ajeno. He pintado paredes de empresas estatales. Empresas que el hombre en cuestión vería a diario de camino al trabajo. Mi sello de ruptura. No fue fácil tampoco arrastrar varias cuadras el latón de pintura verde. Los conocidos suyos mirándome como si no supieran de antes que estaba loca.
El día del amor debería tener una recompensa especial para mí, por creer en él, estando como estoy. No necesito las gominolas, el combo de tonalidades de rojo o conseguir sexo fatal. Exijo más bien una señal. Descubrir una canción o cualquier detalle, para luego presentir con un aire frío que le pertenece al próximo tipo raro de mi vida.
Si parezco demasiado almibarada, el lector que no haya tenido estos pensamientos insensatos en un día como hoy puede tirar la primera piedra. Vivimos en un tiempo que nos hace hipócritas. Todo es rápido y confuso.
Recuerdo mi eterno amor adolescente. Nos obsesionamos con ser profundos, que asco de niños. Teníamos la suerte de una casa sola y una madre en el extranjero. Éramos los reyes del pueblo, con el morbo de parecernos y la rabia de la pobreza. Todo fue espléndido hasta que me antojé de comprar libros alemanes. Nietzsche fue el primero, un señor que hablaba con su propia mano. No hubo marcha atrás cuando mi adorado novio leyó del superhombre. Me dejó en nombre de la sabiduría. También decidió darle una oportunidad a la aventura homosexual, interés que me confesó había tenido desde siempre. Es casi un chiste. Menuda entrada al clan de corazones rotos la mía (obvio que salí al menos con otros cuatro homosexuales).
Sé que me pongo en evidencia, pero de no ser por mis andanzas literarias no me habría tropezado con tantos hombres raros. ¡Qué mala idea la del cine europeo o la literatura de los señores solos! La intención de amar a la protagonista quebrada. La incapacidad de normalizar la relación. El final inevitable que elogia y empuja a la muchacha desde la ventana de un piso alto, para que sea libre, para que ame cuanto pueda amar como solo ella puede hacerlo. En realidad es para que se pudra sola si así lo entiende, a partir de sus pésimas influencias y su desequilibrio emocional. Superado.
Nos obligamos a parecer más fuertes. No hay tiempo para el dolor, el dolor es mal visto. Pero este día se hace más difícil hacer como si no pasara nada: algo nos pasa, subterráneo, incomprensible. Ojalá alguien escribiera sobre esas personas que no dicen nada el catorce de febrero, las que ocultan un remolino de dolor y esperanza, las que felicitan a los otros haciendo de tripas corazón. Uno no se puede sentir feliz mirando hacia atrás sin también sentirse triste.