Leonardo Padura: mantillero, habanero y cubano, por ese orden
El sol quería esconderse. Llegamos fuera de la hora acordada a Calzada de Managua, número 75, en el reparto Mantilla del municipio Arroyo Naranjo. Nuestras disculpas y un regaño nos abrieron la puerta. Un fotógrafo, su asistente y un fanático español devenido chofer, me acompañaban en la labor periodística.
El tiempo para la entrevista se había agotado. Debía recurrir a la bondad del correo electrónico para lograr este trabajo. A esta humilde servidora le correspondía redactar un cuestionario para un afamado escritor y periodista, menudo reto. La sesión de fotos fue relajando tensiones. Recorrimos el interior de su casa, vimos una buena parte de La Habana desde a su azotea y terminamos en plena calzada, donde nos regaló una foto: al fanático y a la periodista.
Es Leonardo Padura, el Premio Nacional de Literatura 2012. El habanero que siempre ha escrito desde su barrio de la periferia de la ciudad que arriba a 500 años, nos cuenta: “Por Mantilla siento de todo: desde el amor más compacto hasta la pena más grande. Este es mi lugar en el mundo, mi lugar del mundo. Aquí nací, nacieron mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi familia creció y prosperó en este barrio por donde andamos los Padura desde hace como 150 o 200 años. Aquí están todas mis experiencias vitales de niño y adolescente, los primeros amigos, las escuelas, los juegos de pelota, las primeras nociones de la decencia, la fraternidad, la pertenencia. Aquí he escrito además toda mi obra y he vivido por muchos años con mi mujer, Lucía”, nos relata.
“Pero a la vez veo cómo el barrio que fue amable, próspero, se ha ido convirtiendo en un lugar agreste, sucio, desalmado, sin identidad. A veces me siento ajeno a él… Y no, no he pensado seriamente en mudarme, porque si lo hago sería para irme muy, muy lejos. Quizás a un lugar tan remoto como Alaska, adonde siempre quiso ir mi personaje de Mario Conde”, nos confiesa el también ensayista.
Sobre cuánto y cómo ha influenciado el contexto en su obra literaria expresó: “¿Cuánto?: mucho. ¿Cómo?: por vías directas e indirectas, como historias o como atmósfera, como concepción del mundo. Yo soy un escritor mantillero, habanero, cubano, en ese orden, y cada uno de esos contextos me han conformado como la persona que soy y luego como el escritor que soy”, define el novelista.
Cuando se trata de situar las tramas en determinados escenarios habaneros, Padura los prefiere a todos. “Solo depende de la historia que estoy contando. En mis novelas creo que recorro toda la ciudad. Conde vive en un barrio muy parecido a Mantilla, pero sus amigos viven en La Víbora (donde él y yo estudiamos en el Preuniversitario), y sus investigaciones lo llevan a El Vedado, Miramar, Siboney… pero también a Luyanó, Centro Habana y en mi reciente novela, La transparencia del tiempo, a un asentamiento de orientales en San Miguel del Padrón, uno de los submundos de la ciudad. Pero he trabajado también otras Habanas”, aclara el autor de El hombre que amaba los perros.
Son tantas las obras literarias del entrevistado donde se retratan, intervienen y trascienden nuestras condiciones y modos de vida, que ante la pregunta sobre si consideraba a sus historias un posible factor de cambio de la realidad de los cubanos y habaneros en particular, nos respondió: “No a cambiarla, pero sí a crear la conciencia de lo que debería haber cambiado o de lo que puede cambiar. No creo que una novela afecte directamente sobre la realidad, pero sí lo hace sobre la gente que vive esa realidad”, nos señala.
“Desde que publiqué El hombre que amaba a los perros, mucha gente en Cuba me ha dicho que su lectura los ayudó a entender mejor nuestra realidad y, algunos, hasta me han confesado que han conocido cosas de sus propias vidas que desconocían. Creo que por ahí anda la función del arte: afectar la sensibilidad, alertar el conocimiento. Luego son los hombres, en especial los políticos, los que con su ejercicio del poder cambian o perpetúan una realidad”, sentenció el mantillero.
La realidad de una Habana que cumple cinco siglos y que en opinión del intelectual, el mejor homenaje que se le podría perpetrar sería: “No olvidar su pasado, mejorar su presente, salvar su futuro. Pero no hablo solo de las piedras. Hablo sobre todo de sus gentes, que siempre serán más importantes que los edificios”, precisa el escritor de Fiebre de Caballos.
Ligado indisolublemente a estas festividades por los 500 años de la capital, cree que los habaneros y La Habana le debemos a la figura de Eusebio Leal: “Mucho. Eusebio y su obra llegaron cuando más los necesitaba la ciudad y solo es una pena que no haya podido hacer más. La Habana toda es histórica. El Morro es histórico, la Catedral, la Plaza Vieja… pero también lo son El Calvario y Mantilla, donde no ha llegado la obra de Eusebio, ni siquiera su ejemplo. Mis respetos para su trabajo y su pasión”, reflexiona.
Acerca del estado actual del arte en Cuba, el inagotable narrador se pronuncia: “El arte, en general, bien. Tenemos muchos músicos, artistas plásticos, actores, bailarines que incluso están insertados en grandes circuitos internacionales. Cineastas con gran talento y creatividad, pero que filman mucho menos de lo que quisieran y pudieran. Y escritores, sobre todo poetas y cuentistas que escriben, algunos muy bien”, nos expresa.
Con la gran trayectoria de nuestro entrevistado, pudiera pensarse que sus funciones actuales descansan en el disfrute pleno de la fama. Sin embargo, cuando preguntamos sobre los proyectos en los que se encuentra involucrado actualmente, nos aclara que además de conceder un promedio de 200 entrevistas anuales: “trabajo mucho, quizás demasiado, pero es lo que soy. Preparo ediciones o reediciones de algunos de mis libros ya publicados, terminé de escribir un argumento para una serie de televisión, doy conferencias, este año publiqué un libro de ensayos que, quizás, alguna vez se publicará también en Cuba, pues nunca pierdo la fe. Pero sobre todo estoy metido hasta las cejas en una novela que se titula Los fragmentos del imán y que estoy terminando y espero publicar en el 2020. Es una historia –en realidad varias historias- sobre la diáspora de mi generación, los traumas que ha implicado, la resistencia de los que han permanecido, con historias personales muy fuertes y con personajes femeninos protagónicos… Una novela en la que, como siempre digo (como me enseñó Flaubert), trato de llegar al alma de las cosas. Y a veces las cosas tienen un alma que no es precisamente amable”.